Ahora que os animáis, que cada vez sois más los que os
calzáis las zapatillas, que en el mes de abril, y tras las lluvias, florecen
las cunetas, tanto en vegetación como en deportistas aficionados. Ahora que
tenéis cada uno vuestra excusa para sudar encima del asfalto. Ya sea por salud,
por estética, por deporte, por distracción, etc.
Ahora que estáis llenando las riberas, caminos y parques de
zancadas. Ahora que tímidamente vais andando y probáis a lanzar el pie y hacéis
100 metros más ligeros que antes cuando nadie os ve. Ahora, estáis de lleno
metidos en esa espiral que día a día, paso a paso, se os va a hacer imposible
abandonar. Bienvenidos.
No soy quién para dar consejos, a penas supero los 2 años corriendo
cuando las lesiones (ajenas al running) me lo han permitido, pero ya estáis
inmersos en la actividad que más satisfacciones os va a reportar.
Cualquiera dirá que ellos también pueden hacerlo si se lo
plantean, pero ni lo hacen, ni se lo plantean. Vuestros (nuestros) retos, los
conocemos bien, y superarlos supone una felicidad instantánea pero eterna, que
inexorablemente se traduce en el próximo objetivo a batir. Esos retos no son
correr una maratón en menos de 3 horas, ni siquiera de entrar en el top 50 de
un 10.000, y ni mucho menos completar un ironman. La felicidad de los locos que
corremos no pasa por cruzar un arco de meta o llegar por debajo de lo esperado
al paso por la media. Nuestra felicidad está dibujada en la tercera farola, el
cuarto árbol o el segundo banco de un parque, en el mojón kilométrico de una
vía de servicio o la verja de entrada a una finca por la que pasamos a menudo
cuando salimos a correr. Referencias cotidianas que disfrazamos de estadios olímpicos.
Llega el momento en el que, sin darnos cuenta, conjugamos
nuestra afición con verbos diferentes. Cambiamos el “salir a correr” por “entrenar”,
pero no lo hacemos para competir, es pura y simple necesidad. (Que me lo
pregunten tras 2 meses totalmente incapaz de salir a entrenar).
Lo sabemos, nunca ganaremos una carrera, algunos no tenemos
ni el cuerpo idóneo para hacer un papel relevante en cualquiera de esas pruebas
de domingo en las que, nerviosos, tenemos el dorsal adherido a la camiseta con
4 imperdibles desde la noche de antes. Pero siempre se repite el ritual.
Nervios, nervios y más nervios hasta que…¡PAMMM!...pistoletazo de salida y a
volar. Y el lunes es menos lunes, porque quedamos para volver a pisotear el
parque de siempre con los amigos y contarnos cómo nos fue. Otra vez esa farola,
ese árbol, ese banco.
Y no hace falta inscribirse en una carrera para disfrutar
del running, pero una cosa lleva a la otra. Y terminamos por estructurar los
horarios de la semana en función de nuestro calendario de entrenamientos que,
como si de un atleta olímpico se tratase, hacemos por cumplir a sabiendas de
que el día empieza o acaba con las zapatillas puestas.
Cuento por decenas las pruebas populares que he finalizado
(y siguen siendo muy pocas), y en ninguna he visto llegar triste a alguien a la
meta. Desfondados, exhaustos, empapados, doloridos…sí, pero ¿tristes? Ninguno.
En una mañana de domingo, el último aplaude devotamente al primero poco antes
de darse la salida, y el primero espera y aplaude respetuosa y sinceramente al último,
porque, y aquí está la magia, ha ganado a todos los que no se han atrevido.
Hay expresiones estúpidas: “Correr es de cobardes”. El
cobarde, compañero, eres tú que no te atreves a ponerte unas zapatillas y
enfrentarte únicamente a tus sensaciones. Que no te atreves a ser feliz. Que no
te atreves a experimentar qué se siente llegando a la tercera farola, el cuarto
árbol o el segundo banco.